FUENTE http://alcione.cl/
El Yo imprime su globalidad sobre nuestra vida
psicológica a medida que nos
desarrollamos. Se nos muestra como la imagen
psicológica de lo divino. Y como tal, tiene algo de las cualidades de una
finalidad trascendente, como un blanco móvil hacia el cual viajamos.
Nuestros primeros atisbos del Yo nos llegan
envueltos en despliegues generales de energía psicológica más que como
acontecimientos o imágenes que podamos identificar concretamente con el Yo. Los
primeros atisbos que Carl Jung tuvo del Yo le hicieron reducir los signos de su
presencia a libido. Más tarde, la experiencia clínica y la necesidad teórica le
forzaron a proponer un arquetipo del Yo distinto de los despliegues generales
de energía psicológica. A través de las décadas sus escritos parecen atravesar
un proceso de individuación, a medida que él describe el Yo cada vez más como
el organizador de los otros arquetipos y de las vidas personales en los casos
que estudiaba. Como nosotros, al principio no pudo distinguir entre la
inmersión inconsciente del niño en la unidad del Yo y el encuentro consciente
del adulto maduro con los símbolos del Yo.
El Yo no puede ser reducido a la consciencia
infantil. En realidad debería ser entendido como lo que nos contenía en
nuestros orígenes. Como círculo o esfera, aguas primordiales o jardín del Eden,
el Yo nos rodeaba e inspiraba. Cuando somos uno con nuestro inconsciente, con
nuestro cuerpo, nuestros padres y madres y el universo, nuestro sentido
temporal nos da un conocimiento íntimo del tipo de tiempo en el que habita el
Yo. A este tiempo lo denomino tiempo eónico para distinguirlo de la noción
religiosa de la eternidad de Dios y del tiempo secular de los relojes. El
tiempo eónico se parece al tiempo de la visión mística, de la inspiración
artística, los sueños, los cuentos de hadas y los mitos que empiezan con Érase
una vez. Se parece al sentido temporal que rodea las coincidencias
significativas y las experiencias del sistema nervioso parasimpático tales como
una elevada sexualidad. Cuando recordamos la unidad inconsciente del mundo y
nuestras psiques en el tiempo eónico de los orígenes, recordamos una
experiencia de la presencia del Yo sin diferenciación consciente. Nuestra
primera unidad es inconsciente. No se ha movido desde el Uno al Dos y a los
Muchos, no ha atravesado lo que los chinos llaman las diez mil cosas.
En ocasiones Jung señala la relación recíproca
del Yo y la consciencia, pero a menudo subraya el papel subordinado de la
consciencia personal que él denominó ego:
El término Yo me pareció adecuado para este
sustrato inconsciente, cuyo exponente en la consciencia es el ego. El ego es
respecto al Yo como lo movido al motor, o como el objeto al sujeto, pues los
factores determinantes que irradian del Yo rodean al ego en todas partes,
subordinándolo…. No soy el creador de mí mismo, más bien me ocurro a mí mismo.
Tanto si el Yo se relaciona con la
personalidad como un igual recíproco o como un contenedor superior, ocurre una
sucesión de paradojas de lo más difícil: el Yo a la vez contiene y es el
contenido de la persona completa; el Yo es a la vez aquello de lo que venimos y
aquello que anhelamos; el Yo incluye el ego, pero el Yo el y el ego pueden
dialogar como representantes del conjunto de la persona y de la más limitada
personalidad consciente; el Yo está oculto pero ama ser descubierto; el Yo
tiene un valor supremo, como una valiosa perla psicológica, pero se halla en
medio de la vida ordinaria, en la paja y el estiércol, como decían los
alquimistas. Todos los arquetipos tienen esta doble naturaleza, y para este
arquetipo que afecta a todos los demás, esta doble naturaleza llega a extremos
paradójicos. En realidad, el Yo contiene polaridades personales y
transpersonales como bien y mal, femenino y masculino, punto y círculo, armonía
y disonancia, orden y caos, complejidad y simplicidad.
Sin embargo sería erróneo derivar de aquí una
especie de filosofía pseudo-oriental. El término alemán Selbstverwirklung, que
Jung emplea en el sentido de autorrealización sugiere la presencia de una
trayectoria de movimiento activo, creativo y urgente, no un diluirse en una
conciencia difusa. En contraste con las descripciones orientales del desarrollo
psicológico, la descripción junguiana del movimiento de la personalidad hacia
el Yo no acaba en la disolución o desaparición del ego.
La crítica que hace la literatura espiritual
del ego cargado de deseos contrasta con la valoración del ego psicológico que
hace la psicología moderna. Jung emplea el ego (das Ich) para sugerir un
receptor de experiencia consciente contrapuesto y compensado por el
inconsciente. Sin el ego psicológico no hay nadie pensado por el inconsciente.
Sin el ego psicológico no hay nadie que pueda vivir la vida o experimentar el
Yo. El ego de Jung es uno entre muchos complejos a los que acontecen
sentimientos y pensamientos. Se hace la ilusión de originar sentimientos y
pensamientos, y la ilusión de estar en el centro, hasta que el Yo lo destrona
durante el proceso de individuación.
La individuación, como el nombre sugiere,
significa ponernos de acuerdo con nuestra verdadera naturaleza. La
individuación desafía al ego a entrar en una condición desconocida en vez de
permanecer cautivo de lo habitual y familiar. Una vida personal en la que no se
introduce el Yo como factor transpersonal corre el riesgo de estancarse. Si el
Yo desafía nuestra vida personal con la individuación, generalmente tenemos al
principio una sensación de incomodidad y de pérdida. Este proceso requiere una
considerable ampliación de nuestra personalidad. Nuestra vida personal empieza
a ser cada vez más regida por un centro de gravedad y una organización que incluye
realidades transpersonales e inconscientes. Incluso cuando queda establecida la
regencia del Yo, sus formas de regir nuestra vida personal cambian a medida que
seguimos el proceso de individuación.
Podemos ver cómo la regencia del Yo empieza en
nuestras vidas examinando desde el trono del ego las formas que tiene el Yo de
ejercer poder, relacionarse y afirmar su importancia.
Nuestro poder sobre la gente, la naturaleza y
las cosas nos acostumbra a una ilusión de control. Cuando este control aparente
falla cuando nuestros hijos se hacen más independientes y nos desafían, cuando
un jardín que habíamos plantado se congela, cuando se estropea nuestro coche o
cuando muere alguien con quién contábamos – nuestro inadecuado sentido de
identidad orientada al control falla también. En casos extremos nos sentimos
como si estuviéramos muriendo, impotentes o carentes de importancia. El Yo
puede incluso empujar al fracaso identidades de control particularmente
grandiosas o engreídas, como ocurrió con Edipo y el rey Lear, como si el Yo
quisiera ponernos en un estado adecuadamente rendido y receptivo. A veces el Yo
hace su aparición sólo cuando hemos sido llevados a la desesperación.
Cuando consideramos que las relaciones pueden
brindar el valor y significado último de nuestras vidas, estamos practicando
una forma de idolatría. El Yo tiende a romper esta idolatría por varios
caminos, incluyendo el hacer que nos demos cuenta de que la otra persona no
encaja en nuestra imagen del alma más íntima y última. Jung utilizó los nombres
de ánima y animus arquetipos de los opuestos inconscientes más prominentes
aprovechando términos latinos para alma. En personas heterosexuales y algunas
de las que prefieren el mismo sexo, estas imágenes anímicas del sexo opuesto en
el interior del inconsciente son proyectadas sobre otra persona. Estas
proyecciones contienen parte de la fuerza psicológica que posteriormente fluye
hacia el Yo.
Además, el Yo apoya una unión de opuestos
interiormente reconciliados. Mientras buscamos por el mundo este opuesto de
nuestro interior, podemos obtener de lo que vive en nosotros sanación y
conocimiento, pero no conseguiremos virar nuestra búsqueda hacia el interior.
Estas imágenes, cuando se proyectan sobre otra persona en una relación, aportan
posibilidades instintivas, sexuales, eróticas, afiliativas y espirituales.
Algunas personas parecen descubrir su opuesto interior a través de la relación,
mientras que otras deben abandonar niveles idolátricos de relación y girar
directamente hacia el interior. A la larga el Yo exige nuevas formas de estar
en relación basadas en un mayor contacto interior con el opuesto.
Cuando permitimos que el Yo fluya sobre
nuestras antiguas formas de relacionarnos, estamos modificando las proyecciones
a fin de madurar. Podemos escalar lo que Platón denomina la escalera del amor
siguiendo nuestro anhelo del Yo, originalmente mal situado en una relación
personal. Primero nos introducimos en la atracción física, luego en el amor por
otra alma, y finalmente, a través de la educación en el amor, regresamos al
hogar, a la realidad de nuestra propia alma. En contraste con el madurar a
través de la relación, también podemos retirar nuestra proyección con un
esfuerzo que incremente nuestra consciencia. Las imágenes cargadas que hemos
proyectado no encajan con el ser humano en ningún caso, y la fase de luna de
miel se acaba, en relaciones románticas e incluso en la amistad. Como una
versión adulta del movimiento del niño hacia un aumento de la dependencia o
bien un aumento de la autonomía, nos rendimos o crecemos.
La regencia del Yo, hacia la cual la
individuación hace girar gradualmente nuestra consciencia, busca desarrollar
nuestra maduración minando las viejas formas de usar el poder y de
relacionarnos. El Yo actúa detrás de nuestro poder; nos aporta modelos,
armonizándonos adecuadamente con la naturaleza del cosmos y buscando encarnar
una verdad paradójica de opuestos reconciliados. Y el Yo actúa tras nuestro
anhelo de relaciones, pues contiene potencialmente el matrimonio interior.
Pero la tercera rendición a la regencia del Yo
tiene que ver con el sacrificio de todo lo que habíamos pensando que éramos. El
Yo se mueve desde la periferia de nuestra vida psicológica hacia el centro. Un
gurú me dijo que cuando se cierran los huesos del cráneo de un bebé, Dios no
puede entrar, y por eso el ego cree ser Dios. En la mayoría de los casos el Yo
empieza a centrarnos y a individuarnos, tanto en el ámbito consciente como en
el inconsciente, hacia la mitad de la vida. La formación de nuestra
personalidad y el empleo de nuestra energía psicológica para desarrollar
nuestras vidas a través de aptitudes, trabajo y relaciones, limita nuestro
acceso al inconsciente y a su influencia creativa y espiritual. El Yo se
convierte en centro de la psique consciente e inconsciente, y los demás
arquetipos, como el animus y el ánima, se subordinan al él. Pero el Yo
desempeña también otros papeles. Como testigo, el Yo observa cómo nuestra
personalidad atraviesa e integra experiencias, como los dos pájaros en este
pasaje de la Manduka Upanishad: Dos pájaros, compañeros siempre unidos, se
posan en el árbol de la mismidad. De los dos, uno come el dulce fruto y el otro
observa sin comer. El Yo es el árbol y es a la vez el pájaro que observa las
experiencias de nuestra personalidad.
Nuestras personalidades a veces inician el
proceso de individuación sin que estemos suficientemente conectados con el
cuerpo y con la tierra ni suficientemente comprometidos con nuestras vidas.
Jung relata el caso de una mujer que experimenta pasivamente la individuación
como quien contempla paisajes campestres desde un tren expreso. De esta mujer
dice:
La individuación sólo puede tener lugar si
primero regresas al cuerpo, a tu tierra; sólo entonces puede hacerse real… Ella
debe volver a la tierra, a su cuerpo, a su individualidad y separación; de otro
modo estará en el río de la vida, será todo el río, y nada habrá sucedido
porque nadie se habrá dado cuenta….. La individuación sólo puede ocurrir cuando
nos damos cuenta de ella, cuando hay alguien ahí que le presta atención; de
otro modo es la eterna melodía del viento en el desierto.
A veces el Yo parece un destructor de nuestras
identidades acostumbradas. Pero visto a través de la lente de sus propósitos,
actúa para que nuestro compromiso sea más completo. Los alquimistas decían que
su trabajo transformador requería el conjunto de la persona, y el Yo exige lo
mismo. Generalmente esta exigencia recae sobre todo en nuestros aspectos menos
desarrollados, nuestras conexiones más débiles, que habíamos ignorado durante la
primera mitad de nuestras vidas.
Jung subraya que el Yo puede representar a
Dios en nuestra psique, es la imagen psicológica de Dios en nuestra psique.
Pero señala que empíricamente, en contraste con la creencia,
Somos incapaces de distinguir si estas imágenes
emanan de Dios o del inconsciente. No podemos decir si Dios y el inconsciente
son dos entidades diferentes… Pero en el inconsciente hay un arquetipo de
plenitud que se manifiesta espontáneamente en sueños, etc. y una tendencia,
independiente de la voluntad consciente, a relacionar otros arquetipos con este
centro.
En los textos de Jung, las experiencias de
Dios registradas en las escrituras y en los testimonios de los místicos son
tratadas como hechos psicológicos más que como realidades conocidas religiosamente.
Especialmente en el ensayo de Jung Respuesta a Job, la imagen psicológica de
Dios en la mente occidental parece ser una fuente de individuación.
Concretamente, Jung ve que la imagen psicológica de Dios en la mente occidental
está desarrollándose hacia una inclusión de cualidades oscuras y femeninas.
Para Jung la naturaleza del Yo en la psique humana corresponde a una imagen de
Dios que incluye los aspectos reprimidos y suprimidos de la civilización
occidental en una unión de opuestos reconciliados, una plenitud que está más
allá de un Dios bueno o una Trinidad masculina. A Murray Stein casi le parece
como si Jung estuviera analizando a la cristiandad.
Aunque el Yo amplia nuestra personalidad, a
menudo haciendo que desarrolle funciones y actitudes menos desarrolladas, y
aunque el Yo rodea a la personalidad por todos lados a fin de acoger tanto la
vida consciente como la inconsciente en una totalidad mayor, experimentamos el
Yo como si habitara en el inconsciente. Como alguien de dos millones de años,
el Yo es generalmente no verbal y se expresa a través de imágenes, sonidos y
sentimientos. También puede guiarnos a través de nuestras experiencias en el
mundo exterior, empujando a su realización y compensando nuestros unilaterales
puntos de vista conscientes. Cuando dejamos de dibujar imágenes, de hablar y de
pretender que el ego origina sentimientos, podemos ver sus imágenes, oír su
sonido y su música, y participar en sentimientos que procedan de más allá de
nuestros limitados conocimientos conscientes.
Cuando empieza la individuación, nuestra
personalidad y nuestra vida inconsciente atraviesan una reorganización. El Yo
empieza a ejercer influencia sobre energías inconscientes personales y
colectivas. A medida que se reorganiza, la vida inconsciente se expresa a sí
misma y al transformado papel del Yo, a través de símbolos. Los símbolos
apuntan más allá de sí mismos, y su significado nunca sucumbe del todo a las
formulaciones racionales. Suelen tener numerosas capas de significado y
trayectorias de desarrollo. Experimentamos los símbolos en sueños y visiones, y
debemos llevar a ellos nuestra aportación, es decir, nuestro lado consciente
del diálogo con el inconsciente y con el Yo, a través del inconsciente. Juntas,
las mitades consciente e inconsciente de la moneda restauran una totalidad
rota. Cuando se mueve nuestra orientación consciente, también lo hace la
inconsciente. El Yo parece moverse respondiendo a nuestro movimiento, aunque a
menudo es el Yo el que genera nuestro movimiento consciente.
Nuestra tendencia a convertir realidades
dinámicas como el Yo en cosas inmóviles o en mobiliario mental e incorpóreo,
refleja nuestras inmovilizadas imágenes de las realidades espirituales y
psicológicas. Pero en todas estas realidades van juntos el hacer y el ser. Como
preguntaba W.B. Yeats, Cómo podemos distinguir al danzador de la danza?. La
incesante actividad del Yo en el desarrollo de nuestra consciencia implica que
los lugares de descanso son sólo premios de consolación. Un proverbio budista
aconseja: Cuando alcances la cumbre de la montaña, continúa ascendiendo.
Nuestros atisbos del Yo parecen revelar algo
estático, pero pronto se convierten en una realidad móvil y compleja en cuanto
adoptamos una visión más amplia, observando secuencias de sueños, años de
trabajos alquímicos y el diálogo de la vida consciente e inconsciente durante
más de una década, como si pudiéramos discernir una especie de equivalente
psicológico de los movimientos glaciales. Arthur Schopenhauer habló de cómo
nuestras vidas pueden parecer como si hubieran sido planeadas, aunque aparentes
obstáculos e interrupciones hayan quebrantado nuestras intenciones conscientes.
Sólo una mirada retrospectiva sobre nuestras vidas, en busca de la influencia
formadora de estas intenciones profundas, puede mostrarnos que nuestra
personalidad ha crecido siguiendo el plan que el Yo tenía para nuestras vidas.
El Yo da expresión y forma simbólicas a su
actividad constante y a su efecto estructurador sobre nuestra vida: en sueños,
en obras de arte, en integraciones de lo espiritual en nuestra vida personal, y
en secuencias como aquellas estudiadas por Jung en las que la vida
transpersonal e inconsciente era proyectada sobre la materia por los
alquimistas. Pero incluso estas profundas comunicaciones simbólicas nos llegan
como cuadros inmóviles y descripciones verbales de un instante del Yo. A través
de su discreto acaecer, pueden oscurecer la realidad continua del Yo. Y como el
Yo actúa como nuestra individualidad implícita, las imágenes que de él nos
hacemos como algo separado y distinto de nosotros son parcialmente falsas. Si
consideramos que nuestras personalidades expresan de un modo limitado lo que
las origina, contiene, guía y actúa para ellas como símbolo de maduración
llegaremos a comprendernos como una identidad operativa la personalidad y una
identidad cósmica el alma.
Qué ventajas prácticas puede brindarnos esta
relación con el Yo perturbadora, arriesgada y llena de cambios a medida que nos
volvemos más individuales? El filósofo John Stuart Mill estaba articulando uno
de los valores sociales del hacerse más individual cuando escribió: No es
reduciendo a la uniformidad todo lo que tienen de individual, sino cultivándolo
y llevándolo adelante, dentro de los límites impuestos por los derechos e
intereses de otros, como los seres humanos se convierten en un bello y noble
objeto de contemplación… pudiendo por tanto ser más valiosos para los demás.
Mill no estaba pensando en la relación con la
vida inconsciente que implica el establecer un contacto subordinado con el Yo;
entendía individualidad como el desarrollo del potencial humano que hace
avanzar al conjunto de la humanidad. Ello encaja con la intuición esencial de
Jung. Pero en su obra Mill también anticipa la fricción social que se produce
cuando la gente se vuelve más individual, pues dejan de armonizarse de un modo
tan adaptativo a las instituciones, comunidades, familias y las reglas implícitas
del matrimonio. Sostiene que todas las sociedades se empobrecen cuando no
permiten el desarrollo individual. Los verdaderos individuos estorban a los
tiranos. La genuina autonomía o ley para uno mismo significa que los métodos
sociales de control se hacen menos tensos. El ego deseoso oye rumores de esta
autonomía aparentemente libre, y en nombre del Yo puede racionalizar el
libertinaje a través de una pretensión oportunista de individuarse.
Superficialmente, lo que surge de obedecer a la consciencia cuando el Yo se
pone a la vista puede parecer libertinaje. Como lo expresa una canción de Bob
Dylan: Para vivir fuera de la ley has de ser honrado. Una y otra vez, Jung
subraya las arduas responsabilidades éticas con las que nos encontramos cuando
escapamos de las normas colectivas como resultado del compromiso del Yo.
Nuestra personalidad nunca tendrá la estatura,
la existencia global y eónica o la sabiduría del desarrollo orientado hacia el
futuro que tiene el Yo. Sea cual sea la magnitud de nuestro viaje hacia el
blanco móvil del Yo, siempre estaremos a mitad de camino entre piedra y ángel,
entre las agobiantes luchas cotidianas y el cosmos. Afortunadamente para
nuestra identidad personal, cuando nos volvemos engreídos, o inflacionados como
dice Jung, a causa del Yo, la vida suele quitarnos los humos de encima.
Cualquier arquetipo inconsciente puede inflacionar nuestra personalidad pero,
cuando lo hace el arquetipo del Yo, surgen formas específicas de orgullo
espiritual. Somos arrastrados a temporadas llenas de hechizo debido a actitudes
sobrehumanas de inferioridad o superioridad; debido a una particular ceguera
respecto a nuestros límites corporales, emocionales, intelectuales o
espirituales, o a una mala aplicación de cualidades como las que proceden de un
corazón que ama oceánicamente y borra las fronteras personales. Regresamos a
nosotros mismos sabiendo lo ordinario que somos. Lo que Jung llama la función
compensatoria del inconsciente actúa como un amigo sabio y sobrio, aunque a
nuestra personalidad inflacionada le parezca un aguafiestas.
El significado original de pecado, en griego
remite a fallar el blanco. Jung considera que el término griego para
arrepentimiento significa hacerse más consciente. Cuando no apuntamos con
acierto al blanco del Yo, puede significar que nuestra consciencia, madurez y
visión necesitan ser revisadas desde sus fundamentos. La inflación que nos
aleja de nuestro objetivo también nos lleva a imaginar que ya damos de lleno en
el blanco. Un diálogo en busca de la verdad con el inconsciente tiene el valor
estratégico de corregir ese autoengaño. La humildad surge de hacernos más
conscientes de nuestros límites y de la guía del Yo, y esta humildad no puede
ser exagerada. Hace que nuestra personalidad se vuelva receptiva y pobre de espíritu.
Dado que nuestra personalidad no posee el Yo, sólo lo que Jung denomina una
actitud religiosa puede relajar nuestra certeza arrogante y dar la vuelta a la
situación. Jung compara el Yo con el Tao chino, del que no podemos apropiarnos
ni siquiera con palabras o conceptos.
Jung emplea el movimiento serpenteante, en vez
de la línea recta entre nuestra personalidad y el Yo, para aludir a una
característica esencial del proceso de individuación y al simultáneo
redondeamiento de nuestra personalidad. Este redondeamiento dice Jung – puede
ser la finalidad de toda la psicoterapia que pretende ser algo más que una mera
cura de síntomas.
El dolor y el peligro del proceso de
individuación sólo son igualados por su sentida necesidad. Obtener algo
significa sacrificio. Jung escribe: Todo desarrollo superior de la consciencia
es tremendamente peligroso. Generalmente nos inclinamos a pensar que
desarrollarse hacia una condición superior es ideal y muy deseable, pero
olvidamos que es peligroso, porque el desarrollo suele significar sacrificios.
Las metáforas espaciales para describir el Yo
y la ampliación de la personalidad durante el proceso de individuación (lo que
Jung denomina la envergadura de la integración dirigiéndose hacia el Yo)
incluyen el descenso tanto como el ascenso, círculos y esferas elaborados y
ampliados, movimientos en espiral y el equivalente espacial de la música de
Bach. Significa una plenitud omniabarcante más que una perfección puntual.
La simplicidad a la que llega nuestra
personalidad cuando el Yo ha sido un blanco móvil para nuestro desarrollo, no
procede de una amputación procusteana (el lecho de Procusto) de los aspectos
inconvenientes o inaceptables de lo que somos. En realidad parece proceder de
la tarea bella y terrible de aceptarnos a nosotros mismos, y de un movimiento
que integra y acepta la diversidad de las diez mil cosas gracias a una
sensación del Tao que habita en ellas.
En esta simplicidad, lo que es conocido, lo
que es desconocido y lo que conoce continúan su movimiento de despliegue, en
mejor sintonía con nuestra naturaleza esencial.
David De Bus
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